Polvo de estrellas




 Si, como enseñan los Sabios Gurúes y los Sabios Físicos Cuánticos (y los menos sabios maestros de autoayuda) es verdad que uno hace el mundo con lo que tiene dentro de la cabeza yo me hice un mundo blandito, inseguro, imprevisible. Todos los días hay un ratito en que lo veo derretirse: mucho de lo que ayer estaba hoy no está, algo en lo que ayer creía hoy se volvió una estupidez, los buenos de ayer hoy son los malos y así con casi todo. El mundo tal como es me dura un día: me duermo, durante la noche las cosas se mueven y al otro día algo es distinto. Pocas son las cosas que  mañana serán iguales a lo que fueron hoy. Así no hay quien pueda tener futuro, che.
  
  A veces suelo mirar de reojo los mundos que otros se hicieron y me quedo un ratito mirando aquellos que son bien distintos al mío: sólidos, llenos de certezas, de cosas y gente que son buenas y otras que son malas, de horarios que se cumplen, de previsiones acertadas, de proyectos que se realizan, de balances que cierran, mundos, en fin, que funcionan al pie de la letra.
 Y no es que pueda decir que sienta envidia, lo que se dice envidia. No. Pero, que se yo, siempre andamos deseando lo que no tenemos aunque en el fondo lo despreciemos.  Nos hacemos el mundo que nos corresponde por naturaleza (o sea los genes o los astros, como se quiera mirarlo), pero de todo nos cansamos, también de nosotros mismos y hasta hay días que, es un decir, nos gustaría ser otro. Por eso, para esos días, me busqué algunas regularidades y rutinas a las que recurro para sentir que hay algunas cosas fijas, confiables, previsibles y que no todo en mi mundo es polvo de estrellas que puede borrarse de un soplido.

 En estos días mi certeza preferida trancurre por la tarde: un poco antes de las 7 salgo de casa y camino los 800 mts. que me separan de la ruta. Cuando llueve o nieva o hay mucha ceniza no es tan lindo pero en estos días frescos y soleados es hermoso atravesar los campitos llenos de retamas y lupinos, mirando las montañas verdes contra el cielo azul, limpio, intenso. Y antes de llegar a la ruta, sin cruzar el alambre, me siento en la Piedra Grande, respiro profundo y escucho un ratito el silencio. Cuando empiezo a oír un motor grande que sube con esfuerzo el cerro, miro el reloj Cole, que me regaló mi hija, que suele decir a veces 7 y 21 o y 22 o y 19, muy pocas veces más o menos. Y entonces, cuando a las 7 y 25 veo el colectivo dar vuelta la curva, rojo, grandote, imponente, me paro y empiezo a caminar para casa. Satisfecho? Más tranquilo? En paz? No se si tanto. Pero si se que por la noche, cuando me acueste, creeré firmemente que mañana más o menos a las 7 y 25 el colectivo volverá a pasar de nuevo.





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